La
comedia romántica –de Shakespeare a Lubitsch y las que
vendrán- es poseedora de un encanto inigualable, una energía
contagiosa contra la que es imposible inmunizarse. Me atrevería
a decir que es el más feliz de todos los géneros, con
una felicidad que en los mejores exponentes no parece nunca ni impostura
ni obligación. No es raro, empero, que el punto de partida de
muchas de ellas sea un desengaño, una infidelidad, una ausencia:
en fin, una pena que a los ojos del afectado tiene toda la magnitud
de la tragedia. Poco tiene esto de asombroso; muy a menudo olvidamos
que antes de ver a Julieta, Romeo no tenía ojos más que
para Rosalina, y que la mudanza de las emociones es el motor dramático
del género. Lo cual no significa que deba ceder a la tentación
sentimental, nefasto cáncer de más de una decente comedia
malograda.
No
sos vos, soy yo elude sobradamente tal peligro, y los cinco
minutos finales son más que suficiente prueba de ello. Cuando
una de las protagonistas del triángulo pretende aprovechar la
muerte de su padre para involucrarse nuevamente con el hombre al que
traicionó, tememos que la dignidad emocional del relato sea echada
por la borda. La resolución del conflicto por parte de Javier
(Diego Peretti) —y el intertítulo que aparece como una
rúbrica dramática— nos revelan lo consciente que
estaba Taratuto del peligro y de los lastres del género. A contramano
del cine de Campanella, pero con tanto o más éxito, no
nos extorsiona con golpes bajos ni se apoya jamás en la moral
de la lástima para sostener un discurso político demagógico.
Se entrega a lo suyo, nada más y nada menos que la construcción
de una trama romántica en base a personajes sólidos, tres
secundarios efectivos (Martín y Laura -el matrimonio de amigos-
y el psicólogo luthier) y un montaje tan ágil
como los diálogos que pronuncia estupendamente Peretti (luego
de la noche de bodas, sacando una entrada de cine y en la terraza con
Julia).
Borges
comentaba que las censuras suelen ser un acicate para el artista. La
equívoca interpretación política que se le han
dado a estas palabras no opaca su eficacia. Más que restricciones
externas, un buen director de cine necesita imponerse dificultades que
lo estimulen a superarse. Las exigencias del género se las dan,
pero la autocomplacencia de muchos de los jóvenes realizadores
convencidos de que lo real puede reproducirse en vez de reconstruirse
es uno de los motivos por los que escasea dentro del panorama del cine
nacional. El modo en que esta película es fiel a los más
pequeños detalles del argumento —y la ética de los
secundarios que apuntalan al protagonista— no dejan dudas sobre
el rigor con que se encaró el proyecto.
Un
incidente menor de la trama ilustra esto: cirujano responsable como
es, pero distraído por el abandono —si no al pie del altar,
segundos luego del sí— Javier ejecuta en quirófano
una incisión sin haber anestesiado al paciente, provocando su
alarido y nuestro consabido festejo. Esto que podría haber sido
un episodio más y periférico de la historia —de
hecho lo es—, olvidado rápidamente por el público
y por el guión, no queda allí y ello constituye una evidencia
más que clara de responsabilidad autoral. Varias secuencias más
tarde, vemos primero el frente de una pequeña clínica
dedicada a las cirugías plásticas, e inmediatamente a
Javier solicitando trabajo debido a que una demanda del paciente contra
el hospital le ha costado, como es natural, su anterior puesto de cirujano.
Resalto esta
fidelidad hacia la lógica de la ficción guardada hasta
las últimas consecuencias porque es una virtud en sí misma
y además, da como resultado unos personajes y una historia verosímiles
y consistentes, facilita las elipsis que ayudan al desenvolvimiento
de la trama, y hacen a la solidez de la película toda. Apenas
si lamento que unas cuantas secuencias mal iluminadas entorpezcan nuestra
visión de los rostros enamorados de Julia y de Javier.
