Película
río, película vampiro, película tormenta. Película
desalmada, película visión, película oscuridad.
La mamá y la puta: un ovni que irradia desesperación
a 24 fotogramas por segundo.
La
maman et la putain (La mamá y la puta) parece una tragedia
sobre el fracaso generacional de Mayo del '68. Trata también
sobre un conflicto político, y sobre los pequeño-burgueses
que en algún momento se creyeron revolucionarios, pero va más
allá. En la película el problema no es sólo cambiar
un sistema político por otro. La pregunta por la felicidad no
se resuelve con la apropiación de los medios de producción.
Si Jean Eustache creyera en esa idea facilista, este sería un
simple “drama municipal” y hoy los conflictos retratados
nos parecerían ajenos. Restos del pasado sin ningún valor
más allá del arqueológico. En cambio, el drama
político se inserta en un espacio que lo incluye y a la vez lo
supera. Los tres amantes están jodidos -sean burgueses (Marie,
Alexandre) o no (Veronike)-, preñados de muerte. Cada levante
inútil de Veronike, cada chiste de Alexandre escondiendo el horror,
cada mina que Marie acepta en la cama para no perder a su hombre...
todo los mata poco a poco. La vida como aventura que los diletantes
cahieristas tanto admiraban en el cine yanqui es una imposibilidad para
ellos, encerrados entre palabras.
Dejad toda esperanza, vosotros que entráis aquí
El progreso
traza los caminos rectos, pero los caminos
tortuosos, que no avanzan, son los caminos del genio.”
William Blake
La
mamá y la puta se mueve al borde del abismo, agónica
y asfixiante. Como toda tragedia baja al infierno en espiral. Despacio.
Disimulando con un chiste, un par de polvos, un Whiscola... Entre largas
digresiones verbales y juegos de seducción, se llega al hueso
del horror. La apariencia desestructurada oculta el mecanismo de relojería,
la exacta progresión dramática cerrando una a una las
posibilidades de fuga. Se enmascara como capricho lo que es pura lucidez.
Eustache no enfoca directamente la cámara hacia el sol negro,
primero nos anestesia un rato para que los rayos de oscuridad no nos
enceguezcan. Deja que se vayan revelando pequeños fragmentos
del revés de la trama. Hasta que entramos con él a esa
tierra arrasada sin saber cómo llegamos hasta allí. La
desgracia ajena se hace propia, y se nos mete en la piel el drama de
Alexandre, Veronike, Marie y Jean; tipos que están más
allá de todo, conectados con el exterior por un hilo cada vez
más fino. Bordean la muerte, el final de todas las representaciones.
La
mamá y la puta es el anti-Berlanga. Mientras los héroes
del valenciano hablan uno encima del otro, se interrumpen y nadie escucha
al que tiene al lado en un caos salvaje y vital; los personajes de Eustache
también parlotean sin pausa, pero por turnos. Cada uno respeta
el monólogo ajeno. Escuchan con educación y cierto sadismo
mientras el otro se desangra en confesiones, una más inútil
que la otra. La buena educación no sirve para nada. No pueden
ayudar ni ser ayudados. Huérfanos en un mundo despiadado, en
compañía siguen solos. Las maneras civilizadas esconden
la impotencia frente al otro, frente al sufrimiento del otro.
Sombra de la sombra
Alexandre
es un vampiro, chupa la vitalidad de sus mujeres para poder vivir. Primero
su ex, a quien manda a casa desecha y destinada a tener una vida gris
con un hombre a quien no ama, sólo para escapar de él.
Insaciable, sigue con Veronike y Marie. Agota a quienes lo rodean para
poder seguir adelante. Pero con cada mujer que destruye se acerca un
poco más a su límite. Opuestos en la superficie, Alexandre
es una continuación desesperada de Antoine Doinel, el otro gran
personaje de Jean-Pierre Léaud. Enfrenta su propio Cul
de Sac, antes escamoteado por el pudoroso Truffaut. Alexandre
descubre el punto del dolor en el que la brillantez verbal ya no es
escudo. Cuando narra la otra cara de su anterior relación, la
describe como si hubiese sido un sueño ajeno; retrasando el dolor,
anestesiándolo con cigarrillos, whisky y salidas de tono para
hacerlo soportable. Tratando de ahogar el alcohol en penas; los golpes,
el desprecio por sí mismo y por el otro… Pero el dolor
sigue ahí; a pesar del humor, de la tenue forma de representarlo
en palabras. Ese momento se completa con la escena donde le confiesa
a su ex-mujer que él no se quiere convertir en otro, porque ese
otro no la va a tener a ella. Hermosa forma de sintetizar el dolor por
cada relación que queda trunca. Entre las dos confesiones se
completa el retrato. No hay perdón ni salida, porque todo se
vuelve a repetir una y otra vez en la siguiente relación, y en
la otra, y en la otra, y en la otra...
Alexandre
no para de hablar, de encurdelarse, de coger... para no tener un segundo
libre dentro de su ocio, para no enfrentar lo que se viene; el estigma
de maldito sin futuro. Versión parisina e intelectual de tanto
aristócrata chanta, eslabón de una genealogía honorable
que incluye a W.C. Fields, Rufus T. Firefly, a muchos secundarios fordianos,
o el supuesto tío noble de Barbara Stanwick en Las tres
noches de Eva. Como ellos, Alexandre es una cima de lo gratuito,
del sin sentido. Nada de lo que hace tiene eso que la gente bien llamaría
‘utilidad’. Ante este cuestionamiento utilitarista de medio
pelo, él acaso respondería con un aforismo prestado por
W.C. Fields: Yo mañana voy a estar sobrio, pero vos vas a
seguir idiota el resto de tu vida.
Cuando
ya no quedan esperanzas, Marie, ausente, escucha en silencio un disco
de Edith Piaff para que le haga compañía en la soledad
de su alma desesperada. Acostada en la cama, entre penumbras, acompañada
por sus fantasmas, deja que el tiempo pase junto con la canción,
a ver si en unos minutos duele menos. La cámara se retira a un
costado y les entrega el protagonismo a la canción, al claroscuro
y al cuerpo de Marie, deja que dentro del plano secuencia fluya la angustia
contenida. En su hermetismo resuena aquella frase de Rodrigo Tarruella:
Escribir es escribir cartas a nadie. Con tinta invisible y el cuarto
a oscuras. Como un voto impugnado por el azar y los apagones. Ante
la imposibilidad de expresarse, ella es la opacidad que esconde su furia.
El silencio de Marie es el indicio de un dolor al que ni nombrar puede.
Los espectadores son los testigos privilegiados e impotentes de su muerte
anunciada.
La
mamá y la puta trata también del post '68 y del
fin de la Nouvelle Vague, como escribieron otros; pero sobre
todo, retrata el fin del mundo. Lo que subyace a la mirada visionaria
de Eustache es el Apocalipsis. Todo muere en estos tiempos de agotamiento.
Como lo canta Goyeneche con la voz horadada por la ginebra y el tiempo:
Todo para mí se ha terminado. / Todo para mí se torna
olvido.

