'A ti,
existas o no, dedico estas páginas'
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Marcos
Vieytes |
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Pasa el tiempo y uno tiene la sensación de que esta novela no termina, que sigue su curso en un paralelo universo que pasó a ser también el nuestro desde que la leyéramos por primera vez. Es cierto que tiene un principio —que se demora en comenzar— y tiene conclusión, pero después de unos días, unas semanas, unos meses o hasta unos años, no dejamos de poseer la certidumbre de continuar habitándola. Porque nosotros, los lectores, también somos personajes de ella a la manera de Niebla de Unamuno y tantas otras. Debo corregirme: no somos un personaje más, sino los huéspedes privilegiados del autor y sus otras criaturas. John Berger escribió que todo libro debe ser hospitalario para con sus lectores, y este no solamente cumple con dicha prerrogativa sino que la transforma en su razón de ser. Como si la novela misma no quisiera irse de su preambular vientre materno, Macedonio Fernández escribe cincuenta y siete prólogos antes de parir el primero de los veinte capítulos que ocupan la misma cantidad de páginas que los susodichos prolegómenos. Como toda su escritura —paradojal O el arte está de más, o nada tiene que ver con la Realidad; sólo así es él real. lírica Ciudades de mejor gusto tendrían calles llamadas de la Lluvia, del Despertar, la Madre, el Hermano, el Llamado, Vive sin Nunca, Volverás, Despedida, Espérame Siempre, Retorno, Familia Amorosa, Beso, Amigo, Saludo, Sueño, Otra vez, Desvelo, Quizá, Rehácete, Olvido, Emprende, Vuelve a Mí, Tertulia, Vive en Fantasía, Cerco Florido, Dolor Fantasía, el Camino Rocío, la Risa, Mesa de Hogar, Sonríe, Llama a Mí, y la gran avenida El Después Sueña con el Hoy cruzada por la avenida del Hombre No Idéntico. y no exenta de un humor zumbón Yo era delicado, inapetente, irascible, pálido, nadie confiaba en que viviría, pero usé el sistema Kuhne (o el vegetalismo) y hoy resisto tareas notables: leo el Paraíso de Dante, las sabidurías de Baltasar Gracián, sin pensar en nada, sin fatiga alguna. muy propio de las zonas rurales argentinas en las que el autor ejerció la abogacía y la docencia— estos son algunos de sus títulos: Prólogo a mi persona de autor, A los lectores que padecerían si ignorasen lo que la novela cuenta, Prólogo que cree saber algo, Prólogo de la desesperanza de autor, Prólogo que se siente novela, ¿Basta con “ir antes” para ser prólogo?. Todos ellos, quizás, capítulos secretos de esa Prólogo-Novela propuesta por Fernández, cuyo relato se haría a escondidas del lector en prólogos. Hace unos años el filósofo Paul Virilio, relacionando las transgresiones vanguardistas con los peores males del pasado siglo XX, sostenía que en lugar de cometer un verdadero crimen, el despiadado autor contemporáneo acomete contra los símbolos, contra el sentido mismo del arte “compasivo”, el cual asimila al academicismo. Sin ponernos a analizar las pruebas que aporta para sostener tal equiparación, podemos decir que la poética rupturista de Macedonio Fernández es cualquier cosa menos despiadada. Las dudas ontológicas en las que escarba se mitigan siempre en los brazos de la comunidad (las mateadas del Presidente, la Eterna, Quizagenio y los demás personajes en el atardecido patio de la estancia desparraman cariño reparador); el humor desbarata los embates de la angustia; y los juegos verbales de su prosa evocan menos el contorsionado erotismo con que un Cortázar era capaz de untar cada inflexión que la criolla cortesía del primer Borges o el significativo uso de los diminutivos por parte de Pascual Contursi en las letras de todos sus tangos. Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández. Edic. Corregidor, 1975, 270 págs. |
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