Jorge Luis Borges
Hay devotos de Goethe,
de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare
ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo
haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de
morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.
Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi Cronología
de Shakespeare, que alguna vez creí necesaria para la buena
inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso
el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada
polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló
en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es
parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas
casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la
imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista
y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas
y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo,
a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su
voz, que he olvidado ahora, me sería familiar... Alguna separata
firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria.
No se si es lícito agregar una versión inédita
de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte
de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en
1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone,
para su bien, de dos registros -el germánico y el latino- en
tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe
limitarse a uno solo.
He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay,
en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha;
sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.
Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial
me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años,
un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo
casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.
Después de una larga sesión, la noche nos halló
en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos)
apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.
-En el Punjab -dijo el mayor- me indicaron un pordiosero. Una tradición
del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía
entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero
tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que
no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita
de Wazil Khan, en Lahore.
Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso
anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.
-¿Y la sortija? -pregunté.
-Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos.
Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita
o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.
-O donde hay tantos -dije- que lo que dicen se confunde. Su historia,
Barclay, tiene algo de parábola.
Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal,
sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que
atribuí a una larga estadía en el Oriente.
-No es una parábola -dijo-, y si lo es, es verdad. Hay cosas
de valor tan inapreciable que no pueden venderse.
Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la
convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría
algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay
se despidió. Lo dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde,
pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en
su habitación. A1 cabo de algunas trivialidades, me dijo:
-Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una
metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso
que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días
más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.
No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran
el mar.
Thorpe continuó:
-No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio
hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o
era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza
en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha
no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a
quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció,
poco antes del fin, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre
son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además,
después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas
tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor
tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da
lo pierde para siempre.
El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron
literarios, en el mal sentido de la palabra.
Un poco intimidado, le pregunté:
-¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?
Thorpe contestó:
-Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel
Shatkespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen.
Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé
a qué siglo atribuir.
Yo le pregunté entonces:
-¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?
Hubo un silencio. Después dijo:
-He escrito una biografía novelada que mereció el desdén
de la crítica y algún éxito comercial en los Estados
Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don
no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.
Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida,
no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No
era justo que al fin de la jornada diera con él?
Dije, articulando bien cada palabra:
-Acepto la memoria de Shakespeare.
Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí. Apenas un
principio de fatiga, acaso imaginaria.
Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:
-La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla.
Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas
de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente
recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso
modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le
prometo un plazo.
Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter
de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido
trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que
yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si
con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas
y tan convencionales como las mías.
A pesar de
la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí,
como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado,
no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era
ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció.
Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni
en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún
modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias
ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que
me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y
aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.
Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya
madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck,
hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo
pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía
de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros.)
Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria
serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días
después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras
que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me
indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo
Británico, silbé una melodía muy simple que no
había oído nunca.
Ya habrá
advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones
de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas,
harto más auditiva que visual. De Quincey afirma que el cerebro
del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura
anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria
puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que
haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su
testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en
casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó.
Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe, la Crónica de Holinshed,
el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera
latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura,
de esos viejos volúmenes sería el estímulo que
buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más
inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas
explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al
cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas
y las vocales abiertas del siglo dieciséis.
Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie
que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada
Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había
formulado esa tesis.
Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.
Después advino la transformación gradual de mis sueños.
No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas,
ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean
Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El
primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después,
el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías,
pero que Shakespeare vería con frecuencia.
Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada
párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera
posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un
ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético
de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto
y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un
muerto?
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud
de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui
su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no
es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín,
si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria.
La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas
entré.
Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes
zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún
escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar
hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable
oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre
la risotada de los colegas.
Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común
experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad
me había preparado para la dócil recepción del
milagro.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba.
Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare.
La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para
Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura
palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté.
Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l'infini
de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare
las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado
a la escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial
(nicht allzu glatt und gekunstelt) Esa misma razón lo
movió a mezclar sus metáforas:
my way of life
Is fall'n into the sear, the yellow leaf.
Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria.
No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre.
Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común
con la perversión.
Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento
y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria
de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias
de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad
del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material
deleznable.
Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía.
No tardé en descubrir que ese género literario requiere
condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé
narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más
ordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería
inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales
cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas
en fábulas, en personajes mucho más vívidos que
el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán
caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué
destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir
a las módicas proporciones de una biografía documental
o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?
Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania;
más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos
no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está
de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra
es la Biblia.)
En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare;
en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos
memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de
Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal.
Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres.
Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por
mi razón.
Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran
que estaba en el infierno.
Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die
alltagliche Umwelt).
Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro,
de madera y de cristal.
Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo
parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de
la estación de Bremen.
A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado
a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose
a veces: la mía y la del otro, incomunicable.
Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La
piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver
a ser Hermann Soergel.
He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método
más fácil. En el teléfono marqué números
al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que
mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le
dije:
-¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te
ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.
Una voz incrédula replicó:
-Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.
Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía
a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que
me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro,
no me dejara nunca.
Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas
palabras:
Simply the thing I am shall make me live.
Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria;
hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de
la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg.
Comprobé que era menos compleja que complicada.
Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.
Di al fin con la única solución para poblar la espera:
la estricta y vasta música: Bach.
P.S. 1924 - Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el
profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que
redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez,
que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden
pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.