La muerte es así: un remansarse en los más dulces meandros
de la memoria. Así quizá sea, al menos, el instante exacto
de la muerte, si es que hay piedad que limite el sufrimiento en esos precarios
segundos. Si hay piedad que genere los precisos mecanismos narcotizantes
para que sea posible una última ensoñación. La muerte
junto a los visillos eternos que tamizan esa luz para siempre conservada.
Esa luz conyugal y confortable, esa luz acogedora de los visillos junto
al lecho de mis padres en quizá indulgentes tardes de fiebre. El
privilegio de la cama de los padres y esa luz que en ningún otro
lugar existe, ni esa dulzura ni esa especie suprema de felicidad. Así
vivo en un éxtasis que ningún licor, ni droga ni orgasmo
será capaz de reproducir jamás. Acaso a salvo entre las
brumas falsificadoras de la memoria que lo crean una y otra vez a despecho
de su ya inverificable realidad. Y ¿qué es el pasado sino
esa suerte benéfica de falsificación? Una realidad ya inexistente,
ya lejana y sometida a los mil reactivos de la memoria, ya metabolizada
y transmutada. Sólo así recuperable: esa luz cinematográfica
ingenua y animal que entra por los visillos en ese ámbito cálido
y como de ubres maternas, de vientres calientes y camas de olores diferentes,
maternal aroma sexual de lo que se sabe ámbito misterioso de la
pareja: una suerte de tolerada profanación.
Bien
hubiera estado esa luz junto al cadáver de mi hermano en su dulce
sueño aquellas horas que precedieron a su sepultura. Mi hermano
durmiente, rostro de un ataúd vacío, el cuerpo anticipando
ausencia, evaporándose en una música suave y curvilínea
como las líneas de la luz en las ondulaciones de los visillos,
como las amplias y acogedoras caderas de la madre. Así un estuche
de violín.
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